El Parto de la Virgen
Con las Navidades ya pasadas, voy a aprovechar una polémica surgida en esas fechas para hablar de un tema que me parece crucial en el feminismo, y es el definir lo que realmente es la misoginia.
Estas pasadas fiestas la vicealcaldesa de Valencia, Sandra Gómez, quiso visibilizar una imagen poco usual del nacimiento del niño Jesús y acabó siendo denunciada por los colectivos religiosos y por varios usuarios de las redes sociales por, según ellos, herir su sensibilidad.
Visibilizar el esfuerzo y el papel femenino en un hecho «biológico y evidente», como es el nacimiento de Jesús, ha sido la razón por la que Sandra Gómez decidió compartir la imagen, «describiéndola sin tapujos. Hasta Dios necesitó de la fuerza de una mujer para existir. Hasta Dios necesitó de su coño con todo lo que eso significa (fuerza, naturalidad, instinto, y por supuesto órgano vital)».
Pero, pese a ser una imagen tremendamente hermosa sobre un hecho que constituye el pilar fundamental sobre el que se asienta el cristianismo, Dios hecho hombre, es considerada de mal gusto por los católicos porque «no creemos que el alumbramiento fuera así. Creemos que la Virgen María era Inmaculada, y por tanto, El parto de Jesús fue sin dolor y de una manera virginal».
Es decir, y como la propia vicealcaldesa explica, a pesar de saber la enorme polémica que provocaría, ha decidido publicar la imagen para reivindicar con más fuerza el acto del parto y a fin de denunciar la misoginia que le rodea: «Es triste que la maternidad siga siendo algo tabú, soez o de mal gusto».
La misoginia es el odio y desprecio hacia las mujeres y niñas, a sus cuerpos incluidos los procesos fisiológicos que son propios de su sexo, y a todo lo que representan. El término (del griego μισογυνία; ‘odio a la mujer’) surgió en el siglo XVII, como respuesta a un panfleto antimujer escrito por un maestro de esgrima inglesa llamado Joseph Swetnam. El folletín de 1615, titulado en parte «Proceso a las mujeres lascivas, ociosas, desobedientes e inconstantes», se publicó en medio del debate sobre el sitio que las mujeres debían ocupar en la sociedad. “Las mujeres son deshonestas por naturaleza”, escribió Swetnam, como un protoincel. Desde Eva, la mujer “tan pronto fue creada, centró su mente en la maldad, pues las aspiraciones de su mente y su voluntad de desenfreno trajeron desgracia para el hombre». En una obra anónima posterior titulada «Swetnam, el odiador de mujeres es procesado por las mujeres», el personaje que hace de Swetnam se llamaba Misogynos.
Durante los siguientes siglos el término «misoginia» se usó poco, pero su popularidad se disparó a mediados de la década de los setenta, y más o menos se instaló en el léxico del feminismo de la segunda ola, con la obra de Andrea Dworkin de 1974, «Woman Hating». En el libro, Dworkin argumenta que el prejuicio profundo y arraigado contra las mujeres está presente en distintos aspectos de la sociedad, desde la legislación hasta la cohabitación. Dos años más tarde, lo resumía así: “Como mujeres vivimos en medio de una sociedad que nos ve como despreciables. Se nos menosprecia… Somos víctimas de una violencia continua, malévola y autorizada en contra nuestra”.
Pero las verdaderas difusoras y legitimadoras de la misoginia como forma esencialista de concebir a las mujeres como seres odiosos de categoría inferior, fueron siempre las grandes religiones, sobre todo las monoteístas.
Como mi culturización ha sido en la tradición judeocristiana, no me atrevo ni me compete profundizar en cómo otras tradiciones religiosas se han cebado en el odio visceral hacia las mujeres, por lo que solo voy a nombrar algunas citas que pueden servir de ejemplo de lo que digo. Así, para el filósofo chino Confucio «la mujer es lo más corrupto y lo más corruptible que hay en el mundo» o la opinión del fundador del budismo, Siddhartha Gautama, para quien «la mujer es mala», las oraciones de los judíos ortodoxos que repiten desde tiempos ancestrales: «Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho mujer» o sobre el capítulo de «las mujeres» del Corán donde se lee: «los hombres son superiores a las mujeres […]. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas».
Mención aparte merece la Biblia. Que la Biblia es un libro muy machista es obvio. Para empezar, habla de un Dios al que se le llama “Señor”, no “señora”, que además cuando decide bajar al mundo no lo hace en forma de mujer, sino de hombre. Pero lo largo de todo el libro, el desarrollo del mensaje misógino es una constante que se ve reflejado en el desprecio e incluso demonización de sus procesos naturales y de su propia corporeidad. Dios va diciendo a los hombres que se pueden vender a sus hijas como esclavas, que si violan a una mujer luego pueden casarse con ella pagando cincuenta siclos de plata al padre, y en definitiva, que se puede hacer todo lo que le dé la gana con ellas porque no son más que algo similar a una vaca o un buey o una cosa propiedad del varón, que si se quiere se toma y si no, se vende o se regala. Pero veamos hasta qué punto, el libro sagrado de la tradición judeocristiana ha llegado en esto de la “ginefobia”.
Génesis, 3;16.
«A la mujer le dijo: Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás tus hijos con dolor; desearás a tu marido, y él te dominará.»
Carta de San Pablo a Timoteo 2:11-15.
«Que la mujer aprenda sin protestar y con gran respeto. No consiento que la mujer enseñe ni domine al marido, sino que debe comportarse con discrección. Pues primero fue formado Adán, y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión. Se salvará, sin embargo, por su condición de madre, siempre que persevere con modestia en la fe, el amor y la santidad.»
Eclesiastés, 7:28.
«Por más que busqué no encontré; entre mil se puede encontrar un hombre cabal, pero mujer cabal, ni una entre todas.»
Levítico, 12: 1-5.
«El Señor dijo a Moisés: – Di a los israelitas: la mujer que conciba y dé a luz un varón, quedará impura durante siete días, como cuando tiene la menstruación.» «Si da a luz una niña, quedará impura durante dos semanas.»
Éxodo 20:17.
«No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que le pertenezca»
Deuteronomio 21:11-15.
«Si ves entre los prisioneros una mujer hermosa, te enamoras de ella y deseas hacerla tu esposa, la llevarás a tu casa, se rapará la cabeza y se cortará las uñas, se quitará el vestido de cautiva, se quedará en tu casa y llorará a su padre y a su madre durante un mes. Luego podrás unirte a ella. Si deja de gustarte, le darás la libertad, pero no la venderás por dinero ni sacarás provecho alguno, pues ya la has humillado.»
Deuteronomio 25:11-12.
«Si dos hombres se están pegando, se acerca la mujer de uno de ellos y, para liberar a su marido del que lo golpea, mete la mano y agarra al otro por sus partes, le cortarás a ella la mano sin compasión.
Carta de San Pablo a los Corintios, 14:34.
«Que las mujeres guarden silencio en las reuniones; no les está pues, permitido hablar, sino que deben mostrarse recatadas, como manda la ley. Y si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues no es decoroso que la mujer hable en la asamblea.»
Pero, no solo las religiones apuntalan la consideración misógina de la mujer como un ser lleno de taras e imperfecciones y completamente deshumanizado. La “otra” manera de explicar el mundo, la Filosofía, también se ha encargado de ello a lo largo de su historia, como si ese lugar secundario de la mujer en el mundo necesitara fundamentación lejos de las creencias y cerca del conocimiento.
En la Época Clasica, Aristóteles veía a la mujer como mera máquina reproductora. La mujer tenía unos deberes dentro de la comunidad que no iban más allá de la crianza. La cualidad más admirable en una mujer para Aristóteles era el silencio. El silencio no cuestiona ni rebate. La palabra estaba reservada únicamente al varón que era el que debía administrar la polis. La palabra en la Edad Clásica era símbolo de poder. La cualidad del ser humano y lo que lo hacía distinto de los demás animales era su capacidad política que se articulaba a través de la palabra. Cuando Aristóteles niega la palabra a las mujeres, les niega literalmente ser consideradas como seres humanos.
En la Edad Media, la Escolástica, con fuertes influencias aristotélicas, intenta explicar la existencia de Dios a través de argumentos filosóficos y racionales. Basándose en el relato religioso de Adán Eva, predicaba a favor de la superioridad del hombre sobre la mujer (Eva es creada de una costilla de Adán) y establece que la mujer es el sexo débil (sucumbe a la tentación de comer la manzana del árbol prohibido), y por lo tanto se le responsabiliza de la expulsión del ser humano del paraíso. Así, según San Agustín de Hipona “Es Eva, la tentadora, de quien debemos cuidarnos en toda mujer… No alcanzo a ver qué utilidad puede servir la mujer para el hombre, si se excluye la función de concebir niños”.
Con la secularización de la sociedad, Dios ya no es eficaz para explicar el mundo, así que se usa a la naturaleza como excusa para seguir manteniendo a la mujer en un segundo plano. En «Emilio o la educación», obra de Rousseau se defendía que varones y mujeres no podían tener la misma educación y se mantiene a la mujer como objeto reproductor sin voluntad. “La educación de las mujeres deberá estar siempre en función de la de los hombres” (Rousseau)
“Las mujeres no están hechas para las ciencias más elevadas” (Hegel)
“Solo infundiéndoles temor puede mantenerse a las mujeres dentro de los límites de la razón” (Schopenhauer)
Para ir acabando, ya en el siglo XIX, Freud considera que «la mujer es un hombre incompleto”, la otredad, y se atreve a hablar de su envidia de pene. Pero de si es la mujer la que envidia el pene o es el hombre el que envidia el útero, hablaremos otro día.