¿Quién envidia a quién?
El androcentrismo ha sido el eje sobre el que ha girado la Historia de la Humanidad. El modelo de ser humano es el Hombre, el varón, nunca la mujer, y toda la historia del pensamiento, tanto religioso como profano ha tratado de demostrar que este es el orden natural de las cosas. La cultura y el saber, así como el poder y la riqueza, siempre ha estado en manos del hombre. De ahí el interés histórico de que esto no cambie. Y los filósofos y demás pensadores, todos varones, han contribuido con todas sus fuerzas a ello. A veces, incluso, contradiciéndose a sí mismos.
Ana de Miguel nos habla de dos corrientes entre las distintas opiniones que podemos encontrar sobre las mujeres en el pensamiento de los filósofos hombres. En este sentido podemos hacer la distinción entre machistas misóginos, es decir, aquellos que, si pudieran, nos harían desaparecer de la faz de la tierra, y machistas no misóginos, los que, aunque considerándonos inferiores, encuentran la utilidad de la mitad de la humanidad y, por lo tanto, son condescendientes con las mujeres.
En el primer grupo encontramos a Schopenhauer o Nietszche.
Para Schopenhauer, “sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda a la vida, no con la acción, sino con el sufrimiento, los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañera pacienzuda que le serene.” Todo ello hace que para el filósofo la mujer sea una alteridad como esa constante que permanece en la historia del pensamiento humano: “Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia. Permanecen toda su vida niños grandes, una especie de intermedio entre el niño y el hombre.”
Caso curioso es el de Nietsche.
Nietzsche fue un tipo enamoradizo que ejerció a lo largo de su vida una misoginia muy particular. “El hombre ama dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos”. El superhombre, un ejemplar humano que, según la teoría de Nietzsche, debería ser profundamente culto, bello, fuerte, independiente, poderoso, libre, tolerante, a semejanza de un dios epicúreo, capaz de aceptar el universo y la vida como es, aplicado por Nietzsche a sí mismo, en la vida real babeaba ante cualquier mujer atractiva que se pusiera a su alcance y si era rubia y rica la pedía en matrimonio de forma compulsiva, casi como un reflejo condicionado. El consiguiente rechazo le despertaba una descarga agresiva contra todo el género femenino. “Hasta aquí hemos sido muy corteses con las mujeres. Pero, ¡ay!, llegará el día en que para tratar con una mujer habrá primero que pegarle en la boca”
Y llegamos a Freud.
A finales del siglo XIX la necesidad racionalista de dar una explicación científica a la «inferioridad» de las mujeres encuentra una mina en un médico que pronto se haría famoso por sus teorías controvertidas y revolucionarias.
Freud no es solo el padre del psicoanálisis, también es el padre de la misoginia moderna. Su empeño en demostrar la tara y debilidad del sexo femenino pasa por considerar el orgasmo clitoriano propio de mujeres inmaduras e infantilizadas, en contraposición al orgasmo vaginal propio según él, de mujeres maduras y desarrolladas. Ni que decir tiene que la carencia de orgasmos vaginales, confirma en Freud la inmadurez femenina, al mismo tiempo que reduce su sexualidad a la función reproductora e invalida su deseo sexual.
A partir de su interés por la inexistente enfermedad femenina llamada Histeria y a raíz de su estudio, Freud determinó la existencia del inconsciente, teorizando que la causa de dicho trastorno era la represión de un hecho traumático, el cual se manifestaba a través de crisis que aparecían sin ningún tipo de explicación, y que solía ser curado con una terapia de masajes genitales con chorros de agua, manuales o algún instrumento y hasta llegar al «paroxismo histérico».
Sin embargo la cumbre de su misogina la demuestra Freud cuando, formulando sus teorías sobre las etapas de la sexualidad en la infancia, afirmaba que «las niñas sufren toda la vida el trauma de la envidia del pene tras descubrir que están anatómicamente incompletas”. Las niñas, en su desarrollo psicosexual, se dan cuenta de que los niños tienen pene y ellas no. Esto les lleva a querer tener uno y ser hombres (madre mía cómo me recuerda a Preciado!), lo que acaba derivando en su deseo de practicar el coito y ser madres (en fin…).
Pero he aquí que, unos años más tarde, una psicoanalista, Karen Horney, se atrevió a cuestionar las teorías de su maestro, afirmando que las mujeres no estaban frustradas por «envidia de pene». Lo que movía su descontento era la desigualdad. Las mujeres no querían ser hombres, pero la sociedad les reservaba un papel secundario, sin poder, a la sombra de sus maridos e hijos. Así que, según explicó pasando de un enfoque biologicista a otro social, lo que en realidad envidiaban era la independencia masculina.
Karen Horney formuló entonces una teoría contraria. No solo la mujer carece de «envidia de pene», sino que es el hombre el que posee «envidia de utero». La envidia de útero en contraposición a la «envidia de pene», no es otra cosa que la puesta sobre la mesa de la envidia masculina hacia las características típicamente femeninas y el tener la posibilidad de engendrar vida. “Desde el punto de vista biológico la mujer tiene en la maternidad, o en la capacidad de ser madre, una superioridad fisiológica absolutamente incuestionable y de ningún modo despreciable. Donde esto se refleja mejor es en el inconsciente de la psiquis masculina, concretamente en la intensa envidia de la maternidad que experimenta el hombre”.“¿Acaso la tremenda fuerza con que aparece en los hombres el impulso a la actividad creadora en todos los ámbitos no nacerá precisamente de su conciencia de desempeñar una parte relativamente pequeña en la creación de seres vivos, que constantemente les empujaría a una sobrecompensación con otros logros?”
Muchos años más tarde, otra filósofa, Mary Daly, feminista radical de la diferencia (y con la cual no coincido nada más que en esto) retoma la idea hablando de hasta qué punto la obsesión y el rechazo hacia los genitales femeninos esconde esa envidia creadora de la que habla Horney. «Los órganos procreadores de las mujeres son expresiones de fijación masculina y fetichismo. (…) el verdadero ‘objeto’ de envidia masculina es la energía creativa de las mujeres en todas sus dimensiones».
Podemos entonces pensar que la misoginia en un mecanismo de defensa de los hombres contra la «supremacía biológica» de las mujeres y resultado del miedo a que sean conscientes de ello y que por tanto vindiquen su lugar en el mundo? Puede ser. Acaso el miedo a perder lo que se cree poseer por derecho no genera el odio al otro?
Sea como fuere, la misoginia, o lo que yo mejor llamaría «ginefobia» (término más adecuado y que podría servir para establecerla como conducta de incitación al odio), no deja de ser un sentimiento irracional masculino al que históricamente se ha intentado dar una base natural.