Una mujer blanca burguesa

«Retrato de la novelista Colette». Museo nacional de Cataluña

Siempre digo que uno de mis seres mitológicos favoritos, después de las «lesbianas con pene» y los «hombres feministas», son las mujeres blancas burguesas. La existencia de la «mujer burguesa» es poco más o menos igual de frecuente que la de los unicornios.
Si aproximadamente el 97% de la riqueza mundial está en manos del 3% de la población, de entre esos 22 millones y medio de personas que forman ese grupo privilegiado, la representación femenina es anecdótica. De hecho, la primera mujer que aparece en la lista Forbes de las personas más ricas, ocupa el lugar 35 y suele ser la heredera de L’oreal. Es decir, que de ese ínfimo porcentaje de mujeres multimillonarias, la mayoría lo son por herencia o casamiento. Nunca por emprendimiento propio.
Así que, lo que generalmente se conoce por mujeres «burguesas» no son más que mujeres casadas con hombres adinerados y cuyo estatus de burguesía es igual de circunstancial que el interés de sus maridos por ellas.

Hoy, Día Internacional contra la Violencia de Género, voy a contaros la historia real de una de esas mujeres burguesas.
María Cristina, que así la voy a llamar, era hija de una familia acomodada de una ciudad importante. No recuerdo si tenía hermanos pero creo que no. Su padre, coronel republicano, murió fusilado tras la guerra, de modo que su madre la crió pasando necesidades pero con modales y exquisita educación. Así que María Cristina se convirtió en una joven, además de guapa, elegante y con clase. Una perfecta mujer casadera.
Un día apareció en su vida un joven de provincias, rico, guapísimo, igual que el Rod Taylor de Los Pájaros, pero sin modales ni educación. Un patán con millones. Le llamaremos Juan Manuel. Y en unos meses, con poco más de 20 años, y para regocijo de su madre, se casaron.

Conocí a María Cristina a principios de los 70. Su hija, Isabel, era mi mejor amiga del colegio. Yo me moría de envidia porque, mientras que yo vivía en un piso interior de 60 metros cuadrados, mi padre tenía un 850 y mi madre nos obligaba a ayudar en casa a mi hermana y a mí, ella tenía un pisazo de 7 habitaciones, una finca en el campo, tres coches y asistenta.
Isabel tenía un hermano mayor, Juan Carlos, un chico muy majo y simpático, pero un poco vago, y que padecía un trastorno de crecimiento que le hacía parecer un niño pequeño aun siendo un adolescente.
El caso es que yo estaba siempre metida en casa de Isabel y allí me lo pasaba estupendamente. María Cristina era todo lo contrario a mi madre. Era culta, refinada, leía, escuchaba música, estaba aprendiendo inglés…(mi madre era brusca, no tenía sentido del humor y estaba todo el día regañándome porque no recogía mi habitación y odiaba calcetar). Cuando salíamos nos ayudaba a maquillarnos, nos hacía limpiezas de cutis, o nos pintaba las uñas.
Un día llegué a su casa y vi una fuente de servir estrellada en mil pedazos contra un mueble del comedor y toda la comida esparcida por el suelo y las paredes. Pregunté qué había pasado y mi amiga Isabel me dijo que la asistenta había tropezado y la fuente había salido volando por los aires. Yo le creí y nos fuimos al colegio tan tranquilas. Y así seguimos día tras día, sin que nunca más ocurriera un incidente similar, o al menos que yo viera. Hasta que mi amiga llegó a la mayoría de edad.

Cuando mi amiga Isabel cumplió los 18 años me contó que sus padres se iban a separar. Bueno, me contó muchas cosas más.
Me dijo que aquel día que vi la fuente de comida estampada contra el mueble del comedor no había sido porque la asistenta hubiera tropezado, sino que se la había lanzado su padre a su madre y que por suerte aquella vez no le había dado.
Me dijo también que su madre había sufrido palizas y vejaciones desde el día de su boda. Que el día después de la noche de bodas había acudido corriendo a buscar refugio a casa de su madre (la abuela de Isabel), pero que ésta le había dicho que estaba casada y que su obligación era estar con su marido.
Me contó cómo su padre golpeaba a su hermano, cómo lo pateaba con tal fuerza que lo lanzaba de un lado a otro del pasillo de una sola patada. Que culpaba a María Cristina de que el chaval estuviera enfermo, porque en su familia todo el mundo estaba sano y que eso tenía que ser cosa de ella. Que el crío era no solo «contrahecho», sino también un sinvergüenza que no quería estudiar y que eso también era culpa de ella por protegerlo demasiado y hacer de él una «nenaza».
Me contó también que su madre había esperado hasta que Isabel hubiera cumplido los 18 años para separarse, porque su padre le había amenazado con quitarle a los niños si lo dejaba, que no le iba a consentir que lo pusiera en ridiculo, y que no le iba a costar trabajo hacerla quedar como una mala madre ya que todo era cuestión de dinero, algo de lo que él disponía y ella no. Además, que tenía miedo de que si se iba sin ellos, Juan Manuel pudiera acabar matando a su hijo a golpes.
Así que María Cristina, había aguantado palizas, vejaciones, violaciones y vete tú a saber qué más, durante más de 20 años por miedo, sobre todo, a lo que le hubiera podido pasar a sus hijos y a quedarse sin ellos.

Hace unos días vi a María Cristina por la calle. Tendrá ochenta y tantos años. Está bien pero sola. Su hijo Juan Carlos murió por un accidente laboral y con Isabel, mi amiga, no tiene casi relación. La vida ha dado muchas vueltas, pero ella lo puede contar, aunque no lo cuenta.

Así que cuando hableis de mujeres, burguesas, blancas, casadas, privilegiadas y opresoras, y os cuestioneis si son o no sujetos políticos del feminismo, acordaos de María Cristina y de las cientos de miles de María Cristinas que seguro conocereis.

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